Lumbalú, melancolía colectiva. Por: Mildred Nájera (Colombia)
LUMBALÚ, MELANCOLÍA COLECTIVA
Por: Mildred Nájera
Tengo una tristeza profunda, un vacío por el cual se me escapa el alma. A veces, por las noches, siento que me hundo en un agujero negro de recuerdos y alucinaciones. Tengo una tristeza que me arropa con un llanto callado, una angustia existencial. La vida termina, aunque andemos por ella con pretensiones de eternidad.
Me invitaron al velorio de una legendaria cantante del Palenque de San Basilio, heredera de las voces ancestrales sedientas de libertad. Aunque el Palenque siempre había llamado mi atención, nunca imaginé visitarlo y mucho menos llegar a una celebración fúnebre, ya que yo misma intento recomponerme de los estragos causados por las despedidas inevitables de quienes amamos. Pero llegué sin traumas, ya sabía un poco lo que allí me esperaba y tal vez el sumergirme nuevamente en el ámbito del duelo me ayudaría a hacer el mío un poco más llevadero.
Fue así como emprendimos el viaje hacia Palenque desde La Guajira y en una jornada maratónica de ocho horas, nuestro bus atravesó la Región Caribe de Norte a Sur. Dejando atrás a la heroica Cartagena, el paisaje de llanura costera se transforma en monte húmedo con aroma a selva, una selva nacida a la orilla de los ríos y ciénagas que inundan la región. Las carreteras son seguras, pero a muchos se les va la vida en ellas por exceso de velocidad, tal como le sucedió al infortunado conductor de un automóvil negro, estampillado contra un tronco inamovible, a orillas de la vía pavimentada que de la “Cruz del viso” conduce a la entrada de Palenque. En dicha entrada todo cambia, pues el asfalto da paso a un camino de tierra aplanado y enmarcado por un verde espeso que exhibe árboles, matorrales y arroyos.
Para conservar su libertad, el Palenque cambió varias veces de ubicación y en las estrategias para despistar a los españoles, los negros libres contaron con la complicidad del monte. Gruesos troncos de árboles altísimos constituían impenetrables murallas vivas, custodiadas por filas cerradas de centinelas verdes, cuya formación y color confundían a quienes intentaban burlarlas. Innumerables fueron las ocasiones en las que este ejército vegetal defendió el fuerte de los negros, quienes desde sus refugios entonaban cantos y rezos para volverse invisibles a los ojos de los colonizadores; finalmente estos salían despavoridos ante la algarabía de los insectos, cuyos cortejos cantados se sumaban sin querer a la estratégica defensa.
Pero hoy todo el mundo sabe dónde queda el Palenque de San Basilio, ya no hay que ocultarse más; ahora, gente de todos los colores llega allí con facilidad.
Nos reciben los tambores del ocaso
Arribamos al pueblo con las últimas luces de la tarde. El cielo ya se disponía a buscar un traje apropiado para la cerrada noche de luto. La plaza en donde desembarcamos estaba en silencio y sus alrededores también; sin embargo, al avanzar hacia la casa del velorio, empezaron a retumbar en mi cabeza y pecho golpes fuertes, cadenciosos y continuos de tambores, cuyos intervalos dejaban escuchar cantos quedos y maracas persistentes.
Siguiendo estos ritmos desembocamos en una calle atestada de vecinos dolientes. Nos presentaron a la luminaria del tambor, entregado ese día al alcohol para navegar mejor en la pena por la pérdida de su tía. Él fue nuestro anfitrión y nos llevó a la casa de una amiga suya, una mujer flaquita con cabeza de algodón, cantadora de antaño en un grupo de Palenque. Su semblante denotaba tristeza por la despedida de la difunta, quien había crecido junto a ella en el cuagro “Cabildo Lumbalú”. El cuagro es un grupo de edad que se conforma cuando los palenqueros son pequeños y dura toda la vida, convirtiéndose en una unidad de solidaridad, la cual tiene su máxima expresión en el momento de la muerte de cualquiera de sus miembros. A pesar de su congoja, la cantadora nos acogió cordialmente en su casa, ubicada justo al frente de la morada enlutada; muy pronto penetramos en la sala de ésta, donde tenían dispuesto un altar.
Allí, una tela blanca constituía el telón de fondo sobre el cual se había fijado un lazo negro de papel. Debajo de éste, una cinta morada marcada con el nombre impronunciable cruzaba la tela de lado a lado. Sobre una mesa cubierta con mantel blanco se erigían originales candelabros elaborados a partir de botellas de vidrio, forradas con papel negro y adornadas con cintas blancas y moradas. En el suelo, una pequeña plataforma -también forrada de blanco- sostenía un cuadro con la fotografía de la fallecida. En ella, aparecía bailando con los brazos levantados y luciendo uno de los tantos vestidos con los cuales cantaba en el grupo de cantadoras, en donde se destacaba como su segunda voz y como una de sus compositoras. Una de sus creaciones es precisamente un disco muy sonado llamado “La Maldita Vieja”, en el cual sus carcajadas integran la lírica jocosa que narra sucesos de la vida cotidiana en Palenque.
La necesidad de saludar a los veloriantes ubicados en la sala, me sacó del ensimismamiento por el altar y extendí mi mano hacia algunas de las mujeres que se encontraban allí en solemne silencio. Una de ellas me dijo: “Vaya entre hasta el patio, salude y luego siéntese calladita, ahora no se habla de la difunta”. Y eso hice, me dirigí hacia el patio donde la escena cambió notablemente.
Afuera, el número de personas era mayor y sus movimientos también. Bajo una enramada central, se encontraban sentadas varias mujeres vestidas con polleras y pañolones, algunas de ellas bailaban al son de los tambores que habían retumbado desde lejos en mi cabeza y que ahora podía ver al fondo del patio, ejecutados por varios hombres vestidos de blanco. En medio de los cantos, bailes y sones gritaban de vez en cuando: ¡Vivan las nueve noches del velorio de (…)! En el grupo de las mujeres de la enramada descollaba la figura de “Toño”, un hombre vestido con una gran pollera, camisa de baile, collares de colores, aretes enormes y una peluca arco iris rizada. No puedo negar que su imagen y el baile de las mujeres sacudieron mis referentes mentales sobre contextos fúnebres.
La tarde se negaba a partir, su falda de nubes rojizas se había enredado en el son de los tambores y formaba círculos de colores en el cielo. Los hombres y las mujeres sabían que pronto llegaría la noche, la última del velorio. Aceleraron los ritmos de sus toques y danzas para alzarse sobre el dolor de la ausencia e indicar el camino a quien se despide para siempre entre los tambores del ocaso y también, para dar la bienvenida a quienes llegan a bailar y cantar con ellos su pena.
Y es que en Palenque se puede bailar con la tristeza
De una enramada más pequeña, ubicada en el patio, salían platos de comida y café para los invitados. Hubo un momento en que el hambre no dio espera y las personas de más confianza, comenzaron a acercarse a los calderos grandes tapados con hojas de bijao, para husmear y obtener algunos adelantos de carne con arroz. Y algunos lo lograron, pero otros se quedaron a mitad de camino, desparpajados por el orden que impuso la voz de una matrona “¡Esperen a que les lleven la comida, así no va a alcanzar carajo!”
La noche fue avanzando y el gentío se desbordó hacia las calles vecinas. Los tambores ya no cabían en el patio y el círculo de bailarines empezó a tropezar con las cantantes, fue entonces cuando decidieron salir a la calle. La gente perseguía el sonido del tambor, a su toque todos querían bailar y cantar.
Las mujeres mayores se levantaban de vez en cuando a bailar en la sala y en la terraza de la casa. Sus pies apenas se movían del piso, sólo se arrastraban levemente mientras las caderas eran quienes indicaban las direcciones del movimiento. Nadie lloraba, sólo bailaban y cantaban. Afuera, los tambores parecían enardecer a los bailarines, sobre todo a los jóvenes quienes decían llevar su ritmo en la sangre. Muy pronto la ronda de danzarines engulló a los tamboreros y a las cantadoras; uno de los músicos, asfixiado, decidió parar el toque y ubicarse en un lugar más alto, en la terraza de la casa y hasta allí se trastearon en medio de las protestas generales.
Aunque alcanzaron la posición deseada, los músicos no lograron salvar su espacio para el toque, pues nuevamente fueron invadidos por la muchedumbre sedienta de canto y tambor. Los ánimos se prendían fácilmente en medio de la cálida y húmeda atmósfera creada por los cuerpos y por las incendiarias lenguas que avivaban peleas a punto de estallar. Ante tanta efervescencia decidieron no tocar más el tambor y reproducir la voz de la propia difunta en un equipo de sonido con grandes parlantes. Parecía que esta voz los apaciguaba y aunque la mayoría se dispersó, los demás lograron ordenarse para el baile. Este no era un baile de parejas, todos danzaban en medio del círculo cerrado de espectadores, en donde las mujeres eran mayoría entre los bailarines. Todas las generaciones de Palenque se mezclaban en la danza y no había una sola forma de bailar, cada uno trataba de mecer su dolor en las caderas, sacudirlo con los pies o marearlo con los círculos de su cabeza. Algunos más intentaban salir de los agujeros de la desesperación, batiendo sus brazos y elevándolos al cielo.
Tradicionalmente, en la última noche de velorio no se coloca música en un equipo de sonido. Los cantos de despedida debían ser entonados por las compañeras cantadoras de la finada, o por cualquier vieja conocedora de lamentos musicales. En un momento de silencio del alto parlante, en la sala, las mujeres empezaron a entonar un canto en lengua palenquera. Una voz dio comienzo y las otras se sumaron a la melodía recién recordada por sus labios. El canto emergió tranquilo y transmitió paz, pero justo cuando más voces intentaron darle fuerza, el equipo de sonido recobró su ronca voz y ahogó el canto femenino de la sala, el cual quedó atrapado en los labios de las mujeres más ancianas. Sus rostros volvieron a amargarse, la paz del canto las abandonó.
Afuera, los bailarines siguieron con la música. En algunos códigos culturales bailar no es permitido durante un velorio. El luto llama a la quietud y al silencio; pero en este contexto el baile es el medio para sacar el dolor.
Bailes y lamentos
La media noche pasó inadvertida, nadie quería allí contabilizar el tiempo. En la sala, el grupo de mujeres fue aumentando hasta que no hubo más lugar donde sentarse; las más jóvenes, junto con sus hijos, se instalaron en las habitaciones. Las ancianas enredaron el sentimiento de dolor en una ronda de baile a la cual se sumó “Toño” con su cabeza envuelta en una pañoleta verde satín; traía también aretes y collares, una camisa amarilla brillante y una falda azul celeste en cuya parte posterior –a la altura de las nalgas- se ordenaban boleros con los colores de la bandera nacional. “Toño” batió su pollera ante el altar al tiempo que cantaba: ¡Ay (…), adiós, mi maestra! ¡Ahora quién va a ir a Roche, ahora quién le va a enseñar a Toño!
Los lamentos rítmicos de “Toño” conmovieron el espíritu de una de las hijas de (…), quien empezó a llorar sin consuelo con todo su cuerpo. Sin que nadie lo notara, la pena profunda había entrado sigilosa y la había tomado como pareja zarandeándola hasta tumbarla al suelo. Inmediatamente, la fraternidad de bailarinas se volcó sobre ella para abanicarla y darle golpes en el rostro. Una de ellas metió una mano en la axila de la desmayada y luego se la pasó por la nariz varias veces con el fin reanimarla con su propio humor; otras mujeres hicieron lo mismo y lograron que recobrara las fuerzas necesarias para mantenerse sentada en una silla. Aunque el baile siguió, el desmayo dio pie para que lamentos más altos inundaran la sala, los cuales sólo fueron acallados cuando alguien indicó la hora del rezo.
Música, rosarios y procesiones
El orden de los sucesos se trastoca en la mente, porque una vez pasada la media noche, el ritmo de la celebración se aceleró y ahora sólo me llegan las imágenes más intensas de esos momentos. Recuerdo que los tambores reanudaron sus golpes en el patio, acompañados por la voz heredera del legado musical: una de las hijas de (…), dotada con habilidades para el canto, el baile y también para el toque del tambor. En esta ocasión sólo cantó, pues el peso del duelo y las responsabilidades del velorio la mantuvieron envuelta en un aura confusa de frenética actividad, incluso después de haberse consumado todo, al amanecer.
En la sala la música del patio sonaba lejana, pues en sus puertas, los cuerpos apretujados de los veloriantes trasnochados formaban una barrera ya casi inaccesible tanto para los sonidos como para los vientos exteriores. Adentro, el calor aumentaba y las ansiedades también; los rezos se iniciaron en medio de llantos silenciosos y poco a poco lograron cambiarlos por padrenuestros y avemarías recitados de prisa. Fue así, como de forma simultánea, se elevaron dos tipos de oraciones por la difunta: en el patio, tambores y cantos cargados de tradición africana y en la sala, el rosario católico de herencia española.
Cuando llegó el momento indicado, el grupo del patio salió en procesión a recorrer los lugares del pueblo más frecuentados por (…) en vida. Esta particular procesión conformaba una especie de orquesta, pues quienes la integraban iban ejecutando sonidos con diversos instrumentos entre los cuales estaba, por supuesto, el tambor. Otros iban golpeando rítmicamente el piso con largas varas hechas de troncos de árboles y la mujer cantante completaba la orquesta con su voz y con el bullicio de una ponchera metálica llena de piedras, que agitaba con sus brazos.
La orquesta irrumpió en la sala en un crescendo colectivo de sus instrumentos, al cual se sumaron los cantos de quienes hasta ese momento repetían en voz baja un padrenuestro. Después de golpear fuertemente las varas contra el suelo de la sala, la procesión siguió hasta el patio, en donde permanecería hasta el levantamiento del altar.
Luces y sombras de una despedida
Cuando el rosario concluyó, su dirigente recitó las oraciones reglamentarias para el levantamiento del altar o “levantamiento del paño”, como lo llaman en Palenque; es un momento decisivo en donde el retiro del paño que cubre la foto del difunto representa el instante en que su alma se desprende del cuerpo. En medio de las oraciones, lo primero en irse del altar de (…) fueron sus cuadros, cuya nueva posición fue un rincón mirando hacia la pared; siguieron las flores y los candelabros, luego los manteles, el crucifijo, el moño negro y la cinta con el nombre. Cuando ya sólo quedaba una vela encendida, las luces eléctricas de la casa fueron apagadas y la oscuridad envolvió todo. De manera instintiva dirigí la mirada hacia el techo de la sala, en donde la proyección de las sombras me dio una mejor visión de lo ocurrido en las tinieblas. La sombra del oficiante del ritual batió con vehemencia las ramas de la mesa del altar, las impregnó de agua y con ellas realizó aspersiones circulares al resto de sombras inclinadas sobre la última luz, que en ese momento alumbraba el camino de la vida y de la muerte.
Finalmente, la vela fue apagada y los veloriantes prorrumpieron en gritos y llantos desgarradores; las luces eléctricas se encendieron y apagaron varias veces con rapidez, algunos golpeaban las puertas, otros se doblaban del dolor e intentaban sostenerse contra las paredes. Todos, todos lloraban y sus rostros reflejaban la angustia por la despedida real, por la despedida última de su ser querido. Como si durante las nueve noches todavía hubiese estado con ellos su espíritu, pero una vez levantado el altar se marchara para siempre. “¡Ahora sí, (…), ahora sí te vas!, ¡Ay maldita vieja, ay maldita vieja!”
Los gritos se mezclaban con las letras de las canciones compuestas por esta cantadora que se iba entre las brumas de la madrugada, batiendo su pollera sobre el recién amanecido cielo de Palenque, cuyos colores eran ahora los de su voz, los de su espíritu, los de su tambor, los de sus alegres pregones y los del vestido alborozado con el que siempre engalanó la vida del Palenque.
Cesó el bullerengue y calmó la chalupa; bailes de muerto que despidieron durante nueve noches a (…). El Lumbalú como baile y canto también terminó, sin embargo, como melancolía colectiva se quedó en Palenque para seguir celebrando la muerte de otra manera y envolverla en los compases de cada día, en las melodías infinitas de la vida.
Mildred Nájera Nájera

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