Esas benditas metáforas. Por: Jaime De La Hoz Simanca (Colombia)
Esas benditas metáforas
JAIME DE LA HOZ SIMANCA*
Los lingüistas, escritores y expertos en literatura acuden a Luis de Góngora, uno de los más reconocidos poetas del Siglo de Oro español, al hablar de la metáfora, esa figura literaria a la que son adictos los enamorados, herederos de romanticismos antiguos, los fabuladores modernos y los practicantes del Nuevo Periodismo de Tom Wolf y Truman Capote. Y recurren, en sus ensayos o escritos reflexivos, a uno de los más emblemáticos sonetos del autor de la Fábula de Polifemo y Galatea:
“Mientras por competir con tu cabello,
oro bruñido, el sol relumbra en vano,
mientras con menosprecio en medio del llano
mira tu blanca frente el lirio bello;
Mientras a cada labio, por cogello,
siguen más ojos al clavel temprano;
y mientras triunfa con desdén lozano
del luciente cristal tu gentil cuello;
Goza cuello, cabello, labio y frente,
antes que lo que fue en tu edad dorada
oro, lirio, clavel, cristal luciente.
No solo en plata o viola troncada
se vuelva, más tu y ello conjuntamente
en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”.
A Jorge Luis Borges se le atribuye una influencia notable y notoria de Góngora en sus ficciones y en su obra poética. Y no sólo en el uso preciso de la metáfora, sino también del adjetivo. Muchos conocen aquella expresión con la que el creador argentino se refiere a la infame herida de Vincent Moon, su personaje del cuento La forma de la espada: cicatriz rencorosa; además, descrita con exquisitez y asombro a través de las siguientes palabras: “con esa media luna de acero le rubriqué en la cara, para siempre, una media luna de sangre”1.
Pues bien. Fue primicia mundial el texto Arte Poética2, de Jorge Luis Borges. En él se presenta a un Borges inédito mediante una introducción insoslayable: “Las conferencias de Borges en Harvard, recientemente recuperadas, capturan las cadencias, el candor, el ingenio y la remarcable erudición de una de las más extraordinarias y perdurables voces literarias del siglo XX”.
Una de tales conferencias se titula La metáfora. Y por ser así, el ilustre escritor comienza con la famosa metáfora china de las “diez mil cosas” con las que aquellos enigmáticos orientales designan a nuestro mundo loco, y según muchos, a punto de acabar.
Después de un recorrido por la metáfora citada –en la que no están exentas las matemáticas ni las diez mil hormigas– Borges se dirige hacia lo que denomina la metáfora patrón, y para ello recurre a la comparación clásica, es decir, la que existe entre ojos y estrellas. Nos remite, entonces, a la Antología Griega, y evoca a Platón a través de versos que, digo yo, se han repetido en el tiempo en los buenos y malos poemas de vates consagrados o de poetas envejecidos que permanecen prosternados ante la efigie de papel de Neruda o Benedetti: “Desearía ser la noche para mirar tu sueño con mil ojos”.
Borges agrega en su conferencia: “El poeta argentino Lugones, allá por el año 1909, escribió que creía que los poetas usaban siempre las mismas metáforas, y que iba a acometer el descubrimiento de nuevas metáforas de la luna. Y, de hecho, inventó varios centenares. También dijo, en el prólogo de un libro llamado Lunario sentimental, que toda palabra es una metáfora muerta. Esta afirmación es, desde luego, una metáfora. Pero creo que todos percibimos la diferencia entre metáforas vivas y muertas. Si tomamos un buen diccionario etimológico (pienso en el de mi viejo y desconocido amigo el doctor Skeat) y buscamos una palabra, estoy seguro de que en algún sitio encontraremos una metáfora escondida”.
La metáfora es un viejo recurso que ha derivado en profundos estudios en todos los rincones de la inteligencia. A lo más lejos que nuestra memoria nos lleva, respecto a la metáfora, es hasta Aristóteles, el gran pensador griego que metió la figura literaria en las entrañas de la filosofía. No se le conoce una metáfora resplandeciente, pero sí estudios de sistematización a partir de su admiración y lecturas de la poesía de Homero. Aristóteles, el genio de Estagira, diseccionó miles de metáforas, pero, por razones de distancias temporales, no alcanzó a estudiar la que escribió William Shakespeare, tal vez, la más famosa de la historia: “Todo el mundo es un escenario”.
Recientemente, la metáfora ha vuelto al ruedo mediante publicaciones de lingüistas, expertos y escritores, que prolongan el Arte Poética de Borges. En 2021, hace ya cuatro años, pero reeditado y actualizado ahora, apareció el libro La metáfora en el arte3, escrito por la argentina Elena Oliveras, veterana estudiosa de la estética y una de las más reconocidas ensayistas de Hispanoamérica. El libro se centra en la metáfora a través del mundo real y ficticio. A partir de allí, Oliveras avanza hacia los laberintos del arte en los que uno se extravía en medio de la abstracción, los cruces semánticos y los misterios del surrealismo. En 2023, hace dos años, apareció Ocho ensayos sobre la metáfora4, del chileno Eduardo Fernandois, doctor en filosofía, quien recuerda una vieja sentencia: “La metáfora es la gran revolución humana, al menos al mismo nivel que la invención de la rueda”. Bienvenida la metáfora.
Según el DRAE, la metáfora es “un tropo que consiste en trasladar el sentido recto de las voces en otro figurado, en virtud de una comparación tácita; v. gr.: Las perlas del rocío; la primavera de la vida; refrenar las pasiones”. Sin embargo, tal definición no abarca las dimensiones incalculables de esa expresión artística que han cultivado con esmero y respeto escritores como Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y Julio Cortázar, sin negar que el primero universalizó su estilo debido al estallido uniforme de sus metáforas y adjetivos en Cien Años de Soledad, El Otoño del Patriarca y El Amor en los tiempos del Cólera, sus tres más grandes obras, a mi juicio.
El investigador español David González, director de una revista de curiosidades literarias, cita en uno de sus escritos algunas metáforas de Cien años de soledad entremezcladas con símiles y comparaciones: “Llegaba un hombre descomunal. Sus espaldas cuadradas apenas si cabían por las puertas. Tenía una medallita de la Virgen de los Remedios colgada en el cuello de bisonte (...). Tenía... el pelo corto y rapado como las crines de un mulo... Tenía un cinturón dos veces más grueso que la cincha de un caballo... y su presencia daba la impresión trepidatoria de un sacudimiento sísmico...”.
Se sabe que la metáfora ha experimentado variaciones en el tiempo; que existen distintas clases de metáforas; y que son innumerables los desvíos que sufre la figura, siempre con el riesgo de caer en terrenos peligrosos que, en el plano de la poesía, se aproxima a lo cursi, tal como lo comprobamos en la poesía contemporánea de revistas literarias de un solo número o en las colaboraciones espontáneas exhibidas en suplementos dominicales.
El otro riesgo es el de transitar, montado en el lomo de la metáfora, por los caminos intrincados de los lugares comunes. En este sentido, la poesía constituye la zancadilla más apropiada para arruinar una frase o calumniar un verso gracias a la utilización perversa de la figurilla en mención. Y pese a que, como recuerda Borges en su lúcida conferencia dictada en inglés en 1967, existen aún miles de metáforas por descubrir.
Todo buen cuento y toda buena novela merecen unas buenas metáforas, digo yo acá. Y una excelente crónica o un reportaje antológico tampoco pueden estar exentos de metáforas originales, alejadas de los usos corrientes, y despojadas de exasperantes repeticiones. En todo caso, en ocasiones se filtran algunas, acosadas por la premura del escrito o por el recuerdo amargo de una sonrisa forzada de dientes de marfil y besos de manzana.
Las canciones tampoco escapan al uso de las metáforas. Al contrario, son el espacio sonoro donde más abunda esa expresión, a veces glorificada; en ocasiones, acuchillada de manera salvaje. Pero es un género –el bolero– en el que la metáfora se explaya a placer en medio de besos con lágrimas de risa, besos hasta el fondo del río de tu desembocadura, o la adoración de la seda de tus manos porque eres mi luna, eres mi sol, eres mi noche de amor.
O, en fin, mediante la evocación de la luna a la que se le han perdido los aretes que su autor, José Dolores Quiñónez, tiene guardados en el fondo del mar, tal como lo cantó al mundo el cubanísimo Vicentico Valdés con la Sonora Matancera, por allá en 1958, cuando apenas yo salía de mi gateo incesante.
NOTAS
1. Jorge Luis Borges. Prosa completa, volumen I, 1980, primera edición. Bruguera, p.395.
2. _______________. Arte Poética: seis conferencias, Crítica, 2001, 181 páginas. Traducción de Justo Navarro; prólogo de Pere Gimferrer; edición, notas y epílogo de Calin_Andrei Mihalescu.
3. Elena Oliveras. La metáfora en el arte, 2021. Ediciones Paidós, Argentina, 304 páginas.
4. Eduardo Fernandois. Ocho ensayos sobre la metáfora. UNAM, México, 2023, primera edición, 298 páginas.
*Periodista, Economista y Magíster en Educación. Docente de tiempo completo en el programa de Comunicación Social-Periodismo de la Universidad Autónoma del Caribe. Tres veces ganador del Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar. Autor, entre otros libros, de Son Guajiros y García Márquez y Vargas Vila: un camino, dos historias.
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