Las decorosas cocinas humildes: Explorando el patrimonio culinario afro de La Guajira. Por: Otto Vergara (Colombia)

LAS DECOROSAS COCINAS HUMILDES: EXPLORANDO EL PATRIMONIO CULINARIO AFRO DE LA GUAJIRA

   Otto Vergara González. Antropólogo Social 

 



La contemporánea sociedad Guajira, con el diverso tejido social que la integra, pone de manifiesto la presencia de una herencia culinaria variada, originada a lo largo de la historia como resultado del violento encuentro colonial, de conflictos étnicos, divisiones de género y estratificación social. En este artículo, exploramos la interacción entre elementos de la cultura afro arraigada en La Guajira y los otros grupos étnicos que la habitan, como indígenas y criollos. Estos intercambios culturales dan lugar a procesos de hibridación cultural, con tradiciones y narrativas paralelas que, al mismo tiempo, presentan notables diferencias. En este contexto, utilizamos las cocinas como el elemento central de análisis, entendiéndolas como el conjunto de prácticas culinarias relacionadas con la preparación y cocción de alimentos, que sirven como punto de convergencia en esta diversidad cultural.

 Con la llegada de los españoles al Caribe a finales del siglo XV y el XVI, tiempos del gran comercio que construyó América, se estableció una economía-mundo europea que incluyó la región de La Guajira (Wallerstein, 2003). Este Caribe fue un espacio cultural complejo que facilitó la colonización de la Tierra Firme. Los españoles encuentran poblaciones con sistemas de intercambio social y económico que incluían productos como sal, perlas, oro, pescado, tabaco, maíz y otros bienes (Wolf, 2010).

En las zonas costeras de Colombia y Venezuela, así como en las islas del Caribe, los pueblos indígenas dependían en gran medida del cultivo de maíz y yuca amarga para su sustento, además aprovechaban los recursos marítimos a través de la pesca. Dada la escasez de lluvias en estas regiones, la competencia por terrenos fértiles, donde se podían obtener dos o tres cosechas al año, era una realidad común. Esta competencia a menudo daba lugar a conflictos y tensiones, creando una "frontera militar de facto", como Reichel-Dolmatoff señala (1961). Por otro lado, los africanos que fueron llevados al Caribe como esclavos, se esforzaron por recrear las cocinas de granos del Sahel, las cocinas de plátanos de la costa africana, adaptándolas a las difíciles condiciones locales. Los europeos, al llegar a estas tierras, introdujeron sus propias plantas, animales, y sus técnicas culinarias. También trajeron consigo cocineros, muchos de ellos de ascendencia africana, así como los avíos necesarios, como calderos de hierro para preparar cocidos. Construyeron instalaciones como estufas para la preparación de guisos y repostería, hornos para cocer pan, alambiques para destilar esencias y alcohol, y molinos para moler trigo (Laudan, 2013).

Este Caribe Español, conocido como el "Caribe Andaluz" debido a su temprana colonización por andaluces, se convirtió en un espacio de intercambio cultural significativo. Este espacio se conectaba a través de sistemas de flotas que transportaban materias primas, metales y suministros europeos. La región experimenta una rica mezcla de influencias culturales ibéricas, árabes, judías, indígenas y africanas. La colonización de la región en el siglo XVI, marcada por la explotación de perlas en Cubagua y La Guajira, fue un punto de partida crucial para estos encuentros culturales (Chaunu, 1983). Esta actividad condujo a prácticas híbridas, incluyendo las cocinas. 

Inicialmente, la alimentación proporcionada a los buzos nativos en el territorio de La Guajira, estaba en manos de cocineras indígenas, dedicadas a oficios domésticos tales como desgranar maíz y pilarlo, lavar ropa, hilar, tejer y cuidar los enfermos. A estos indígenas buzos se les daba poca comida, basada principalmente en pescado, ostras y arepas de maíz, buscando optimizar el rendimiento de las jornadas de captura de perlas (Lobera, 1994). Estos buzos comían del pescado que ellos mismos o sus pajes traían al finalizar sus faenas, y las indias lo preparaban. Aquellos que no tenían el privilegio de tener una india a su servicio, debían pagar el servicio con perlas o con pescado. 

Por su parte, los mayordomos y canoeros consumían pan, aceite de oliva, aceitunas, carne y vino, surtidos desde Santo Domingo, alimentos que, a su vez, provenían de Sevilla, Cádiz, las islas Canarias o de Cabo Verde en África, principales proveedores de alimentos europeos al Caribe. En los momentos de escasez, estos españoles no podían permitirse esos lujos, consumiendo entonces los alimentos proporcionados a los negros, como la cebada, la avena, el centeno, y algunos biscochos (panes), contando también para ese entonces con el consumo de alimentos nativos, como el cazabe y el maíz. Tenían pequeños establos donde criaban vacas, cerdos y carneros, además de las provisiones y otros bienes que llegaban desde La Española cada vez que era necesario, y siempre al cuidado de los negros (Barrera, 2002). A pesar del desdén que mostraban los españoles por la cocina nativa, los procesos de mestizaje, y la cercanía con los sirvientes hacía que las cocinas de los europeos no pudieran mantenerse completamente separadas. 

Las inhumanas condiciones de explotación de mano de obra indígena resultaron en crisis agudizada por la desaparición física de éstos, por la resistencia que oponían a los españoles, además de las nuevas leyes que protegían la fuerza laboral indígena. En 1570, ya en las costas perlíferas de La Guajira, se utilizaban negros buzos y negras para las labores domésticas, y entre estas labores estaba el cuidado de la cocina y la preparación de alimentos. A finales del siglo XVI, la totalidad de los esclavos de perlas eran negros. Estos fueron utilizados desde un comienzo para controlar, castigar, perseguir o mandar a los indios (Barrera 2002). En el desarrollo de estos métodos disciplinarios, los negros asumían la misma visión que los españoles tenían sobre los indios, y estos, a su vez, veían a los negros como parte del mundo español. Durante varias décadas, numerosos cimarrones que moraban en La Guajira inquietaron a los gobernantes españoles (Acosta Saignes, 1984).

 En la zona que más tarde se conocería como Nueva Salamanca de la Ramada (hoy Dibulla), se hicieron intentos infructuosos de establecer asentamientos españoles desde 1525 debido a la resistencia indígena y condiciones climáticas adversas. Finalmente, en 1561 se establece La Ramada a orillas del río Jerez (Borrero Plá, 2018). En esta región, se asienta un gran número de población negra, huyendo de la explotación de perlas, estableciendo comunidades cimarronas o trabajando como esclavos en las nacientes haciendas ganaderas. La Ramada también se convierte en punto de entrada para el contrabando de esclavos tolerado por las autoridades coloniales. Los cimarrones desempeñaron un papel crucial en la colonización de la provincia de Riohacha a partir de 1789, estableciendo comunidades autónomas en zonas de difícil acceso (Miranda, 1976).

Estos palenques y rochelas representaron una resistencia notable a la esclavitud y tuvieron una influencia significativa en la culinaria y la disponibilidad de alimentos en la región. Las comunidades negras aprovechaban los recursos naturales para garantizar una parte importante de su dieta, beneficiando a negros, indígenas y españoles (Fundación Evolución Afro, 2020).

La sal desempeñó un papel crucial en la conservación de carnes y pescados, permitiendo almacenar alimentos para enfrentar tiempos de escasez, como los duros inviernos y las persistentes temporadas de sequía. Estas prácticas de conservación de alimentos, que tenían raíces milenarias en Europa, se ejercían igualmente por los indígenas costeros, fueron fundamentales para garantizar la disponibilidad de alimentos en momentos críticos (Goody J, 2002).

Las condiciones geoecológicas de esta región permitió el progreso de asentamientos tempranos de población negra que perduran hasta la actualidad, como son los poblados de Dibulla, La Punta de los Remedios y Las Flores, entre otros. Estos habitantes afrodescendientes, en estas zonas se sustentaban de alimentos indígenas como la batata, el maíz, el cazabe y los frijoles, así como de la caza de animales silvestres y aves, convirtiendo estos productos en la base de su dieta y de platos tradicionales. Según Borrero Plá esta región estuvo durante mucho tiempo aparentemente despoblada y al margen de la colonización española, lo que añade un profundo misterio a su historia (2018, 208).

En estos palenques y rochelas la accesibilidad y la calidad de los alimentos no estaba asegurada. En ocasiones predominaba el hambre y la precariedad alimentaria, por el mismo aislamiento de éstos, y por la persecución a que estaban sometidos. Los alimentos sirvieron como política de represión y estrategia, por parte de las autoridades coloniales para hacer desfallecer a estas comunidades de cimarrones, indígenas, mestizos y españoles desertores que ocupaban estas rochelas y palenques, como lo manifiesta el ingeniero y coronel Antonio de Arévalo en su informe al Virrey Guirior sobre la pacificación de la Provincia de Riohacha en 1773, quien advierte como: 

[…] el tiempo más propio y acomodado para perseguirlos y sujetarlos es el verano, en enero, febrero, marzo y abril porque hay pocas frutas entonces con qué mantener, y quitándoles la introducción de víveres y hacerles salir de las cejas, o manchas de montes, y arboledas a la campaña, perseguidos de 100 hombres milicianos a caballo, 200 a pie y 200 veteranos, sin artillería, con sólo víveres y sus armas y municiones, los harán perecer de hambre y con muchos lamentos por los golpes que se les podrán dar  (Arévalo, 2004).

Para estas épocas de precariedad alimentaria, el suministro de comida se efectuaba optimizando todo tipo de recursos, buscando los alimentos por diversas vías. La conservación de carnes y de algunas legumbres, consistió, preferencialmente, en los secados, los escabeches, y la salazón, técnicas aún utilizadas, de donde se desprende una serie de productos culinarios y platos típicos locales. Las redes de autoabastecimiento, la práctica de la reciprocidad y la redistribución, fueron recursos utilizados como medios para la subsistencia.

Además, se utilizaban otras redes relacionales, como el parentesco, la vecindad, el compadrazgo y la amistad, como también el acercamiento entre los poblados donde probablemente tendrían parientes o conocidos, generándose esos sistemas de solidaridad y circulación de alimentos, que cumplen funciones de seguridad social, y que aún persisten. Estos esclavizados y sus descendientes establecen la fuerza de trabajo más dinámica y dominada en El Caribe, sobre todo durante los siglos XVI y XVII, considerándose los más eficaces depositarios y portadores de la cultura neoespañola en la región (García L. 1992).  

En el siglo XVII, los españoles establecen haciendas en la provincia de Riohacha, principalmente para la cría de ganado. Esta actividad fue esencial para la expansión ganadera en el Caribe y el continente, pero la producción agrícola sostenible en Riohacha fue limitada debido a desafíos climáticos, suelos salinos y falta de agua para el riego (Sánchez, 2002). En la mitad del siglo XVII y hacia el XVIII, se apreciaba y consolidaba una variada tradición culinaria en estas áreas de La Guajira. Aquellos de ascendencia española, como mayordomos, comerciantes, ricos contrabandistas, burócratas y oficiales militares, disfrutaban de una cocina de mayor elaboración, que se asemejaba a la cocina criolla-católica, con ingredientes en su mayoría importados de España (Laudan, 2019, 224-273). En momentos de contrabando consumían arroz y frijoles carita traídos de las Filipinas o el oeste de África. Mientras tanto, los indígenas adoptan prácticas ganaderas y de pastoreo que influyeron en su propia cocina. Por su parte, los esclavos negros dependían de las raciones que sus amos les proporcionaban.

En el siglo XVII, Valledupar se concentra en la cría de ganado vacuno, mientras que Riohacha se enfoca en el comercio de ganado, madera, y alimentos hacia El Caribe. La influencia de la cultura criolla en la región se destaca, especialmente a través de la presencia de vaqueros negros y afromestizos que desempeñaron un papel central en la cría de ganado. Esto contribuyó al desarrollo de una identidad criolla que se manifiesta en la música y la cocina local. Las redes afectivas y económicas entre negros, indígenas y españoles, y sus asentamientos, llevaron a la creación de nichos culturales ricos en mestizaje, que siguen siendo relevantes en la región (Acosta, 2011), (Magdaniel, 2002), (González, F. 2005).

A principios del siglo XVIII, la América Española experimenta un cambio económico significativo, pasando de la dependencia de los metales, a un enfoque mercantilista. Este cambio generó aumento del contrabando, incluyendo la trata de esclavos. El tráfico ilegal de bienes con barcos extranjeros se volvió común, y los esclavos eran una mercancía muy demandada, especialmente en la región costera del Caribe colombiano y la provincia de Santa Marta. En Riohacha, incorporada a la provincia de Santa Marta, se consolidaron comunidades al oeste del río Ranchería, las cuales desempeñan un papel crucial en prácticas híbridas, como las comidas y las cocinas. Estos elementos configuran la identidad histórico-cultural que influye en la cocina de Riohacha, donde la población negra desempeñaría un rol fundamental[1].

En este contexto, la obra del sacerdote jesuita Antonio Julián, publicada en Madrid en 1787, narra sus experiencias durante una década en ese territorio, y arroja luz sobre las condiciones sociales y económicas de la región en 1751. Al describir a los indígenas guajiros y su papel crucial en el comercio con forasteros, destaca cómo a través de estas interacciones:

 […] se han introducido ya los Negros y Negras, y mezclado con los mismos Indios é Indias que los compran y retiene esclavos, y de ahí proviene, que no solamente se aumenta el número de gente entre los Guajiros, sino también se multiplica la diversidad de razas temibles de Mestizos, de Mulatos, de Zambos, &c. los cuales unidos con los Guajiros, harán siempre más formidable esta Nación, y más difícil cada día su conquista. (Julián, 1980).

Esto anticipa el papel de la interculturalidad en la formación de la identidad guajira en el futuro (Vergara, 2023).

Julián deja en evidencia el rápido proceso de mestizaje, no solo a nivel racial, sino en todos los aspectos posibles. Durante su visita y conversación con el Cacique Cecilio López Sierra, conocido como el Cacique Principal de la Nación Guajira, se asombra al ver cómo en su finca en Boronata, el Cacique se acercó junto a dos sirvientes negros, vestidos con llamativas libreas de color rojo, decoradas con sus respectivas insignias y bordados (Julián, 1980). Es evidente cómo en ese encuentro se sirvieron platos exquisitos que reflejan la influencia mestiza en la alta cocina local. En ese momento, ya se distinguían claramente dos estilos y tipos de cocina en la región.

Esta disparidad en la distribución de alimentos da lugar a dos modos de vida distintos y, por ende, corrobora la existencia de dos tipos de cocinas: la alta y la baja. La primera, que mencionamos previamente, era consumida por españoles, criollos y caciques indígenas acomodados, y se caracterizaba por su abundancia. La cocina humilde o campesina, que también era conocida como cocina de la gente común, era (y sigue siendo) la preferida por la mayoría de la población, compuesta por negros, mestizos, zambos e indígenas, quienes aún hoy en día portan sus cocinas, apoyada en ingredientes sencillos, donde un cereal o tubérculo siempre desempeñaba el papel central en cada plato.

Esta cocina, de naturaleza popular y económica, se caracterizaba por su simplicidad y monotonía. Estaba a cargo de mujeres cocineras que trabajaban dentro de los hogares, combinando ingeniosamente unos pocos ingredientes para nutrir eficazmente a familias numerosas. En estas cocinas se desarrollaban destrezas culinarias particulares, como la preparación de alimentos mediante remojo, corte, molienda, amasado, cuajado, fermentación, marinado y sancochado. Además, adaptaban el tamaño y la forma de las materias primas, creando diversas presentaciones de alimentos, satisfaciendo las necesidades de sus familias y aprovechando recursos locales, como piedras de moler indígenas para ablandar carnes más duras. Empleaban conchas marinas como ralladores. La piedra de amolar tenía tal importancia en La Guajira que los granos resultaban inútiles sin su uso. Incluso en la actualidad, las danzas de las pilanderas siguen siendo una expresión popular del folclore local en la región (Vidal, 1992).

Muchos esclavos africanos encontraron cierta independencia frente a sus amos al producir sus propios alimentos en parcelas, complementando así la ración diaria de proteína proporcionada por sus dueños. En estas tierras cercanas al Mar Caribe, se producía una considerable cantidad de tasajo y pescado salado para garantizar el consumo de proteínas, junto con carne fresca, que comenzaba a comercializarse en las poblaciones emergentes de la zona, incluyendo las ciudades de Moreno y Riohacha. En estas cocinas, se empleaban porciones adecuadas de plátanos o su equivalente en yuca, que generalmente se consumían hervidos o asados. En esos tiempos, cocineros y cocineras de diversos orígenes étnicos, incluyendo negros, zambos, mestizos, indígenas y personas libres, habían perfeccionado una amplia variedad de técnicas culinarias.

Durante el siglo XIX, hubo un aumento significativo del mestizaje, coincidiendo con un persistente dominio colonial y la falta de control en la región (Tobar, 1994). La Guajira continuaba siendo una frontera conflictiva y sin sujeción a ningún tipo de control. Dos conflictos bélicos claves, las guerras de independencia y las guerras civiles, involucraron a los afrodescendientes guajiros (Helg, 2011). En estos tiempos de guerras la ganadería desempeñó un papel importante en esta zona, con esclavos y afromestizos trabajando en fincas ganaderas en lugares como Moreno, y el valle del Ranchería (Magdaniel, 2002). Otro porcentaje importante de esta población, los "esclavos urbanos" (Saether, 2005) desempeñaron diversos roles en la sociedad local, bien sea como sirvientes domésticos, marinos, artesanos o cargadores de mercancías de contrabando, tal como lo relatan las crónicas acerca de la vida cotidiana en Riohacha y sus alrededores (Arauz, 1984, 72).

En la década de 1860, la guerra civil en Colombia afectó gravemente las zonas rurales de Riohacha y Valledupar, causando la ruina de pueblos y crisis económica regional. La escasez de alimentos, en particular del ganado, llevó a la inestabilidad alimentaria. La comida y la bebida desempeñaron un papel crucial en este proceso; y en la medida que las restricciones sociales disminuían, las comunidades locales comenzaron a mezclarse y aliarse en poblados y en los nacientes mercados locales. El ganado vacuno se convirtió en una fuente fundamental de alimento, dando lugar al desarrollo de la industria lechera en la región. Esta transición culinaria tuvo un impacto duradero en la identidad gastronómica local, que sigue influyendo en la cocina de La Guajira en la actualidad.

En estos llamativos mercados locales, una asombrosa variedad de productos estaba al alcance de los visitantes, reflejando la riqueza y diversidad de la cultura culinaria y artesanal. Los vendedores ambulantes ofrecían una auténtica exhibición de tesoros culinarios y productos tradicionales. Los quesos frescos, eran un deleite para los amantes de los lácteos, junto con la leche, la crema y el requesón. No se podía pasar por alto la cojosa, una leche fermentada producida por los indígenas ganaderos, que era muy codiciada por su sabor único. La oferta de animales de monte, como guartinajas, venados, armadillos y saínos, permitía explorar sabores exóticos y auténticos (Reclus,1999). 

Además, las aves, carne de res, cordero y cerdo, junto con sus cecinas, ofrecían una variedad de opciones para satisfacer los apetitos más exigentes. Los conejos, el maíz y yuca, arroz, sal, mieles y arepas eran esenciales en la dieta local. El mercado también estaba repleto de delicias como plátanos, pasteles rellenos y una amplia gama de dulces de leche, algunos con el distintivo sabor del anís. Las panelas, guarapos y chichas de maíz añadían un toque refrescante y tradicional. No faltaban las mantecas de cerdo y las grasas de res, así como el pescado fresco y seco, esenciales en la dieta local. Además de los productos comestibles, los comerciantes también ofrecían leña, tabacos y una variedad de otros artículos. Las autoridades locales, representadas por el cabildo, se aseguraban de que los productos se vendieran de acuerdo con pesos y medidas, una herencia de la colonización española. También tenían la responsabilidad de certificar los pesos y medidas, y controlar las balanzas romanas, garantizando un comercio justo y honesto en estos pintorescos mercados callejeros.  

En el siglo XIX, viajeros extranjeros como Élisée Reclus dejaron impresiones detalladas sobre la riqueza agrícola y ganadera de esta región (Reclús, 1999). Reclus explora la zona rural de Riohacha, describiendo paisajes exuberantes, campos de cultivo y la presencia de poblaciones afrodescendientes en zonas rurales como Treinta, Camarones y Dibulla. Admiraba el paisaje y la producción en los asentamientos de población negra. 

Sobre la ciudad de Riohacha, Reclus comenta en la correspondencia dirigida a su madre en el año 1856, cómo en la ciudad “… no hay ni mercado, ni plaza de abastos, ni matadero, ni fuente, ni ningún edificio de servicio público. Los 4000 habitantes del lugar, casi todos negros o mulatos, viven rodeados de porquería, cochambre y hediondez”, prefería el trato con los Arhuacos de la Sierra Nevada, que con “los tenderos ávidos y los negros borrachos que constituyen la población de Riohacha. En otras cartas dirigidas a su hermano comenta cómo en la ciudad “no he visto un solo pedazo de tierra cultivada … todo lo que se come en Riohacha viene de 10, 20, 30 y hasta 50 leguas de aquí. La nuez de coco la traen de Cartagena, donde cuesta exactamente 10 veces menos que aquí”, sugiriendo como en los sectores rurales de la provincia, hacia Treinta, cuya población era (y es) mayoritariamente afrodescendiente, se consideraba desde entonces, la despensa agrícola de la ciudad (Reclus, 2014, 71-76).

No obstante, el abastecimiento en Riohacha no solo provenía del sur rural de la provincia, donde la población afro y mestiza ya era numerosa, también provenía del territorio Wayuu, quienes les suministraban víveres, comentando Reclus como: 

estos mismos indios que, por así decirlo, asedian la ciudad, también la abastecen, y sin ellos bastarían unos días para que Riohacha quede reducida a la escasez, ya que la abastecen de palo de Brasil, landolphia, cueros, el dividivi para el transporte en barco, yuca, plátano, pescado, carne, pollos, huevos, leña, carbón y hasta agua potable para el aprovisionamiento diario de la ciudad (Reclus, 2014, 73-74).  

Quizás el viajero que deja información más detallada sobre el Valle del Ranchería y sobre las rutas que comunicaban a Riohacha con Santa Marta por el litoral, o con Valledupar, donde tradicionalmente se establecieron colonias de gente negra en siglos pasados, fue Joseph de Brettes, quien durante cuatro años visitó y vivió en Riohacha. Para 1892, Brettes (2017, 200) comenta como Riohacha era una ciudad de apenas seis mil habitantes, la cual, a veces, cuando se cometía algún asesinato en la frontera, recibe una guarnición temporal de cien hombres, tropa que había que alimentar, siempre con comidas rendidoras elaboradas por cocineras locales, o bien por mujeres negras o indígenas.  

Se sorprende por la adicción, tanto de hombres como de mujeres por el tabaco, relatando como este se vende por paquetes de ocho o diez hojas, denominados masos, que las mujeres enrollan en forma de cigarrillos. Respecto a las cocinas explica como su cocina consiste en carne de cordero, cabra o vaca. El plato más popular es la carne hervida o sancocho. “Los plátanos no son dulces, pero sí largos y se comen asados o hervidos” (pág.200). Así mismo comenta cómo en todas las casas se encuentran piedras en donde se muele el maíz. Relata cómo este producto se convierte en bollos: “unos panecillos envueltos en hojas de maíz, usando como instrumento de apoyo un colador para remover los afrechos de la harina y a uno que otro jarrón de arcilla” (pág.200).  

Tuvo momentos de hambre, relatando cómo sufría en ocasiones en esas travesías por los caminos que conducían hacia la Sierra Nevada, surtiéndose solo de plátanos que ponían a cocinar, producto que tuvo que ser indispensable en los platos locales dada su abundancia. Describe a Dibulla como una aldea de pescadores, en donde le prepararon una consistente cena: “arroz cocido en manteca, plátanos cocidos en ceniza y, como postre, corazón de palmera” (Brettes 2017, 305).

Otra descripción de mucho interés es la proporcionada por el viajero francés Henri Candelier, durante su viaje a Riohacha a finales de los años ochenta del siglo XIX. Pone de manifiesto cómo los alimentos se escogen en función de ciertas predilecciones, bien sean religiosas, tribales o de otro tipo. Al llegar Candelier a Riohacha vía marítima por Santa Marta, cuenta en sus notas de viaje su experiencia con las cocinas y comidas locales. Esperando el almuerzo en Riohacha después de una siesta en el hotel donde se hospedaba, pensaba igual que en su almuerzo en Barranquilla, “que no iban a regalarme una langosta a la manera americana ni unos perdigones trufados, ni un paté de hígado” (Candelier, 1994, 20). Al acercarse al comedor encontró como los platos estaban ya sobre la mesa y no tenían mal aspecto: 

Una sopa de fideos en la cual nadaban menudencias de pollo, me pareció buena, lo mismo que una tortilla sencilla, y un pescado frito muy parecido a la merluza. La carne como en Puerto Colombia me inspiraba una invencible repugnancia; de color negro, seca, sin salsa, era dura como un cuero. Tuve que abstenerme de comerla después de probarla (1994, 43). 

En sus paseos por el mercado de Riohacha, se lamentaba Candelier de la dificultad para encontrar los alimentos a los cuales estaban acostumbrados los europeos. Cuenta como en estos mercados:

no se encuentra ninguna de nuestras legumbres, ni de nuestros quesos, frutas, (…) carne de cerdo fresca, no se consigue casi nunca, de carnero muy de vez en cuando, de cabra o cabrito con frecuencia. Lo que se compra corrientemente son huevos, arroz, carne de res, y los productos del país, banano y yuca, y se lamenta de que es muy duro acostumbrarse a comer siempre arroz, res, huevos y legumbres exóticas, sobre todo que las cocineras indígenas tienen una educación culinaria muy rudimentaria … Cuantas veces lejos de mi querido Paris envidié un modesto guisado o una buena sopa de col, con mucho tocino y mucha col, como plato único (1994, 49). 

No hay duda, Candelier ve las cocinas humildes de Riohacha con ojos imperiales (Pratt, 2010), distinguiendo la alta cocina con las humildes.  

En los relatos de Candelier sobre su experiencia con las cocinas wayuu, resalta procesos de mestizaje culinario regional. Candelier muestra su curiosidad al visitar una ranchería de indígenas guajiros ricos, donde observa la preparación de alimentos con gran laboriosidad (1994, 93). Describe prácticas culinarias como el lavado de la carne de cordero antes de cocinarla y la elaboración de cocidos, donde la carne se corta en pedazos y se cocina con plátanos y arroz en ollas de barro, describiéndola como un caldo vulgar. También se menciona la fritura de la carne en una escudilla de tierra y su adición al jugo con grasa de cordero, adquiriendo un aspecto negro. Además, se destaca el uso de leche de res en la cena, donde se prepara una sopa de maíz con leche y panela, transformándola en "eirajushi" o caldo de leche. Candelier observa la preparación del Friche, que sigue técnicas traídas por españoles y afros desde la época colonial, mostrando así la influencia de diversas culturas en la cocina guajira.

 Estas descripciones nos sirven de ejemplo para mostrar estos casos de mestizaje culinario. Técnicas de cocción, usos del maíz originario de América, usos de la leche de res, azúcar, introducida por españoles en el Caribe colombiano, panelas, originarias tanto en el caribe insular como continental, con mano de obra esclava. El antropólogo Johannes Wilbert (1976), en su trabajo sobre posibles africanismos en la cultura indígena guajira, al sustentar la influencia afro en la cultura guajira, nos dice como: 

En cualquier caso, en vista del intenso contacto sostenido entre los goajiros y los negros, no debe sorprender encontrar un número considerable de elementos africanos en la cultura goajiro. En el proceso de asimilación cultural, partes de los sistemas socioeconómicos, tecnológicos e ideológicos de los indios sufrieron cambios sustanciales y se reorganizaron en una configuración única de la cultura americana. (Wilbert, 1976).

A finales del siglo XIX, Colombia vive otra guerra civil entre los partidos liberal y conservador en la que la provincia de Padilla, con su capital Riohacha, se destaca como un puerto clave para la introducción de armas. La población local, mayoritariamente compuesta por personas negras, mestizas y zambas, se une a ambos bandos según sus intereses personales en lugar de afiliaciones políticas. La participación de estas comunidades en la guerra resultó en la dispersión de poblados. Dos autores, José María Valdeblanquez (2005) y Sabas Socarrás (2015), en sus obras respectivas, relatan sus experiencias y describen la presencia de comunidades negras involucradas en los combates, proporcionando una comprensión valiosa de su influencia en la historia y poblamiento del territorio.

Autores como Ángel Acosta (2011, 171-172) y Socarrás (2015, 68-69) describen la participación de localidades como Treinta (Tomarrazón) en las contiendas. Durante la formación de ejércitos improvisados en el sector, las comunidades locales se vieron afectadas, ya que los hombres se unían a las fuerzas armadas, dejando a las mujeres a cargo de la provisión de alimentos. Esto llevó a un aumento en la producción de alimentos a través del intercambio, pero las tropas improvisadas a menudo no tenían raciones definidas, dependiendo de los recursos locales como ganado, maíz y yuca. Esto elevó los precios de estos productos, provocando escasez de alimentos y un mayor consumo de carne de caza.

Recuerdan en la región, cómo durante estos tiempos el plato típico consistía en los estofados, los cuales según nos relatan, fueron recurrentes. Era el tipo de cocina rendidora para alimentar a la tropa y al pueblo. Las mujeres en el sector de Juan y Medio, donde se acantonaban las guerrillas liberales durante varias semanas, hervían carne con verduras en su propio jugo, todo ello a fuego lento, donde se van cociendo entre sí, con solo el calor y el tufo. Todos comían de estas comidas rendidoras. 

En el siglo XIX, la población afro en Riohacha desarrolla tradiciones culinarias arraigadas en sus cocinas y alimentos, que contribuyeron a su identidad local y al valor territorial. A pesar de la violencia y la falta de apoyo estatal, estas cocineras establecieron redes de solidaridad a través de la preparación y distribución de alimentos, promoviendo la supervivencia comunitaria y la preservación de la identidad local en Riohacha.

En el municipio de Riohacha, particularmente en el sector rural de La Guajira, el siglo XX estuvo marcado por la persistencia de barreras coloniales, agravadas por la prominencia de las comunidades indígenas, especialmente los wayuu, en la construcción del imaginario nacional. Esto llevó a que las comunidades negras locales fueran a menudo ignoradas o consideradas marginales (Guha,1996). Las cocinas en Riohacha, entre las familias acomodadas, ya surtían los efectos de las apropiaciones culinarias que venían fusionándose. Osvaldo Robles (1986), comenta como al llegar a la ciudad, aproximadamente en 1950, su almuerzo consistió en: 

sancocho de res, con huesito de aguja, plátano y yuca, ñame y papa, mazorca y malanga, con una que otra cabecita de pimienta de olor. El seco lo componían arroz volado, tortuga frita, plátano maduro al horno; y de sobremesa bollo limpio, panela blanca y cocadita de coco con azúcar. Me relamía con el sabor de la cocina riohachera. [..] El sancocho adquiere un olor provocativo porque opera como condimento de gran energía la famosa pimienta de clavito. (Robles, 1986, 22).

En la década de 1970, la región vivió un auge en la producción y distribución de marihuana, liderado por comunidades afrodescendientes. Sin embargo, la violencia guerrillera y paramilitar causó desplazamientos y cambios socioculturales significativos. Tras la bonanza, las familias afrodescendientes enfrentaron una crisis económica, pasando a depender, posterior a esta bonanza, de la agricultura de subsistencia, como maíz, yuca, plátano y la ganadería nuevamente.

En este contexto de violencia y precariedad, se formaron redes afectivas de intercambio de alimentos, centradas en la solidaridad y distribución de comida. Estas redes se basaron en vínculos tradicionales como el parentesco, vecindad, compadrazgo y amistad femenina, organizándose en torno a sus cocinas, promoviendo la ayuda mutua y la supervivencia comunitaria.

En el siglo XXI, las comunidades afrodescendientes se enfrentan a la precariedad alimentaria a pesar de su rica producción de alimentos como tomates, ají y frutas. La apertura económica reduce los precios en el mercado, lo que afecta la economía local. Además, la violencia relacionada con el conflicto armado provocó desplazamientos y escasez de alimentos, generando hambre en la población. A pesar de su herencia culinaria, estas comunidades luchan por satisfacer sus necesidades alimenticias debido a las difíciles condiciones.

Las prácticas culinarias de estas comunidades negras, tienen tantos elementos de la historia colonial, del cimarronaje, como de hibridismo en su proceso de socialización con poblaciones mestizas, europeas e indígenas. En estas localidades subsisten mujeres sabedoras de la cocina afro que han consabido mantener recetas y sabores ancestrales. Los usos tradicionales de productos como el maíz, la yuca, diversas variedades de plátanos, la carne de res, de corderos, chivos, de animales de monte, el achiote usado para condimentar y dar color a los platos, el chicharro, son ejemplos de productos locales que se convierten en poderosos símbolos de representación local, entre otros, y que son la base de la alimentación de estos pueblos, reflejando los contactos y las apropiaciones culturales que empezaron hace más de 500 años. 

A partir de trabajos etnográficos, mediante observación, entrevistas y conversaciones mantenidas con mujeres cocineras, como también consultando archivos, e información secundaria, reflexionamos acerca de cómo la comida, en estos parajes, sigue siendo un símbolo poderoso de la identidad colectiva, constituyéndose en uno de los fundamentos de la pertenencia al lugar, en la construcción de localidad, entendida como una estructura del sentir, una propiedad de la vida social y una ideología de comunidad localizada (Appadurai, 1995). Esta producción de localidad la concebimos como un sistema de representaciones culturales y de prácticas cotidianas, como es la cocina, la creación de recetas y la preparación de alimentos.

La comida, los platos preparados por las manos de las mujeres de Treinta, Comejenes, Choles, Matitas, Juan y Medio, por ejemplo, sirven para reunir o convocar muchas de las relaciones necesarias para que la gente viva bien, consoliden la reciprocidad, y puedan hacer planes para el futuro. En general se considera como las mujeres mayores, entre los 70 y 90 años, tienen la responsabilidad de trasmitir los conocimientos de la culinaria afro, ya que en estos pueblos son muy pocas las que mantienen las prácticas de los ancestros, unas ya han muerto, otras viven por fuera del pueblo y por los conflictos que recurrentemente han vivido, muchas familias presentan una desconexión con las dinámicas de la cocina tradicional local (Mininterior, 2022).

Estas mujeres están dejando su legado a hijas y nietas, incluso a hombres, enseñando las recetas, ingredientes y tiempos de preparación de los platos tradicionales de las cocinas humildes. Es una práctica que se aprende de madre a hijos, como ellas mismas aprendieron. La mayoría venden sus productos culinarios, por lo que es un bien patrimonial de fácil acceso dentro de la comunidad, lo cual se convierte en un capital económico para fortalecer los ingresos de sus familias.

Algunas de las entrevistadas son especialistas en comidas de monte, es decir, preparación con animales silvestres, como zaino, morrocón, venado, conejo, armadillo, guara, guacharacas, entre otros. Sin embargo, por la presión que se ha ejercido históricamente a estas especies, hoy día no se consiguen fácilmente, por lo cual, ya no se cazan estos animales con la misma intensidad, y esporádicamente se preparan estas comidas. No obstante, recetas preparadas con estos animales conforman platos muy tradicionales.

Otras prefieren cocinar en fogón de leña, argumentando que con esto las comidas quedan con un sabor especial. Como ya poco preparan comida de monte, igualmente su sazón las traslada a carnes como la de res, el chivo, cerdo y pollo. Tienen platos muy reconocidos como la carne pangá (desmechada y asada), y el famoso chicharro, preparado con carne de chivo con salsa de tamaca[2], equivalente a salsa de coco, pero la planta de tamaca es más pequeña y su pulpa es más fibrosa, por lo que su sabor de la salsa se resalta de majestuosa manera.

 Hay varias mujeres especializadas en dulces y arepas de queso. Vienen preparando dulces toda su vida, los cuales comercializan, y producen de diferentes tipos: de tomate rojo, marañón, ahuyama, leche con coco, de leche, de plátano maduro, de cascara de guineo. Cada dulce o tipo de dulce tiene su tiempo de cocción, cantidad de azúcar según la cantidad de dulce a preparar. Las arepas de queso son de maíz y tienen fama de ser las mejores de toda la región.

Otras mujeres son especialistas en preparación de bollos de maíz, por lo que se autodefinen como embolleras. Los bollos de maíz hacen parte de la tradición culinaria de estas localidades, ya que el cultivo de maíz siempre se ha representado como un cultivo muy importante en toda la historia agrícola del territorio. 

En los márgenes rurales del municipio de Riohacha, en comunidades que sobreviven como lugares marginados, la comida encarna la historia, la geografía y los contactos culturales, de clase, de género y de identidad. Estas mujeres están atribuyendo un valor específico a los alimentos, las cuales no solo consideran las cualidades nutricionales, o las cantidades de alimentos producidos (Appadurai, 1986). Estos alimentos, recetas y platos tienen una estrecha relación con la tenencia de la tierra, con los caminos de un vecindario a otro, con los regalos recíprocos, con el sustento y respeto de la vida no humana, elementos que conectan a las personas con la comunidad y con la naturaleza.  

Son diversas las recetas, platos que se producen en estas cocinas humildes de la zona rural afro del municipio de Riohacha. Destacamos la preparación del aceite de las palmas de tamaca y de corúa, el cual se logra extrayendo el corozo de la tamaca o de la almendra de la corúa, se maceran o pangan, se tuestan los corozos o las almendras, se muelen, se extrae la leche libre de residuos, se hierve esta leche a fuego lento hasta que forma espuma, luego se fríe la espuma hasta que quede totalmente liquida, se deja enfriar y se usa con los guisados o asados. Con esta leche, se hacen guisados de venado, de armadillo, de cerdo, pollo, chivos, agregando ajíes locales, ajo, cebollín criollo, vinagres caseros, otra preparación local, y se prepara el chicharro, con base en la leche de tamaca. Con este corozo, también se preparan arepas y otros platos. 

Cualquiera de estas recetas tiene sus raíces, son rizomas del contexto cultural que las ha producido, de sus instrumentos y sus ingredientes propios. Estas recetas se mueven y adaptan con fluidez a las circunstancias locales, como hemos podido ver a través del desarrollo de las cocinas humildes preparadas por estas mujeres afrodescendientes. Estas cocinas humildes, que también podemos considerar como cocinas étnicas, se presentan generalmente asociadas a estas comunidades, históricamente definidas por los productos que han consumido y consumen, por las técnicas de preparación que utilizan, que se extiende desde Dibulla, Las Flores, La Punta de los Remedios, Camarones, hacia los collados y estribaciones de la Sierra Nevada, siguiendo la ruta de la resistencia afro, es decir, todo el cordón habitacional que va desde el Ebanal, pasando por Tigreras, Choles, Matitas, Arroyo Arena, Barbacoas, Galán, Treinta (Tomarrazón), Juan y Medio, Los Moreneros, Galán, Cotoprix, hasta Monguí.  

A manera de conclusión podemos considerar que poner el foco en las mujeres y en las cocinas ancestrales y tradicionales de este sector del municipio de Riohacha como Distrito Turístico y Cultural de La Guajira, es particularmente importante, ya que las políticas de patrimonialización de las cocinas tradicionales colombianas, han jugado un papel central en la construcción y en la legitimación de las relaciones económicas y culturales de estas comunidades marginadas, invisibilizadas y subalternas (Guha, 1996). En estos poblados de ascendencia afro, las cocinas son laboratorios, así como en otras partes del país, y del mundo. Estas cocinas son performativas, en ellas participan desde la cocinera como sus familias, los amigos, vecinos, invitados, quienes, comiendo y conversando crean vínculos sólidos de solidaridad, intercambio y reciprocidad. 

Estos ancestrales cordones de resistencia que hemos visto, deben convertirse en rutas gastronómicas al estar situadas estas cocinas humildes en parajes de interés paisajísticos y de encuentros étnicos, y a lo largo de rutas con tradición histórica. Cabe recordar que lo que hace interesante el menú específico de cada poblado, es la variedad local. En algunos, los dulces, postres o tartas; en otros las arepas, los guisos con salsas locales como el chicharro, al igual frutas silvestres de temporada, quesos, guarapos y chichas de maíz. Es evidente la combinación de pasado y presente, cultura y tradición culinaria. Al degustar la comida local, en cualquier parador que encontremos, no solamente saboreamos el resultado de prácticas localmente elaborados, sino que absorbemos propiedades y significados simbólicos, comemos historia, sociedad y cultura. 

En estas cocinas humildes se busca y promueve la identidad propia, se ofrecen quesos, pescados, carnes, bollos guarapos y chichas. Sus modos de aderezar, cocer, asar, son anunciados en los caminos y carreteras, que incitan al viajero a sentarse y disfrutar de estas cocinas tradicionales, y comprobar que tanto estos platos como sus gentes, son diferentes y mejores. Estos pueblos no han renunciado a sus gustos y hábitos alimenticios. Estas cocineras y cocineros exaltan su dignidad en el plato.   

 

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[1] Se sugiere las lecturas de Múnera (1994), De La Pedraja, (1976), Araúz, (1984), Benei, (2018), Magdaniel, (2002), Arévalo, (2004), Polo & Carmona, (2023), para ampliar estas conformaciones de identidad, multiculturalidad, y mestizajes. 

[2] Acrocomia aculeata

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