La casa que respira con el mar. Por: Víctor Deluque Vidal (Colombia)
LA CASA QUE RESPIRA CON EL MAR
Por: Víctor Manuel De Luque Vidal
En la orilla de cualquier ciudad del Caribe, en Riohacha, en San Juan, en La Habana o en un barrio pintado de azul en Willemstad, hay una casa que parece haber nacido de la misma sal del océano. No fue levantada de un solo golpe, sino con la lentitud de las mareas que saben esperar su hora. Las paredes guardan el rastro del salitre, las puertas se hinchan con la humedad, los techos murmuran en su madera la respiración del viento. Quien se acerque siente que algo cálido lo recibe, un aliento que huele a café en el hervor del amanecer, a leña recién encendida, a patio mojado después del aguacero, a mango maduro que se pela con las manos y a brisa que entra tocando tambor y se queda convertida en visita interminable.
El Caribe se sostiene en esas casas que respiran con el mar. Son cofres abiertos donde la memoria tiene sabor, ritmo y color. Allí permanecen los rezos que aún saben a promesa, las gaitas que se cuelan por las cocinas, los cantos de las abuelas que curan con sal, vick vaporub y paciencia. La historia del Caribe se escribe con tinta del alma, se escribe en el humo del fogón, en el vaivén de las hamacas, en las manos que desgranan maíz para los bollos y la arepas, mientras un bolero suena en la radio y el amor se vuelve costumbre. Un niño juega con un balón desinflado y, al golpearlo, levanta una nube de polvo que se confunde con la eternidad.
El patio es el corazón secreto de esas casas. En su tierra quedan impresos los pasos de quienes reían, discutían o esperaban bajo el mismo cielo. No es un patio cualquiera, es escenario de juicios íntimos, de confesiones que se hacen al sol y de silencios que pesan tanto como la palabra. Bajo el limonero, una abuela lava la ropa y, con cada restregado, saca las manchas de la tela y también las sombras de la memoria. En la mecedora del corredor, un hombre escribe cartas que no enviará, convencido de que toda vida en el Caribe necesita al menos un secreto guardado en el alma. Allí todo respira, los chinchorros suspiran, las butacas escuchan, las grietas conversan cuando el día se apaga y la noche, con su música, se acomoda sobre el techo.
Las mujeres son el pulso de ese universo con la fuerza silenciosa de lo imprescindible. Saben leer el lenguaje del humo, curar la fiebre con hojas frescas, encontrar consuelo en el hervor de una olla. En sus manos el tiempo se aquieta. Ellas deciden qué historias merecen contarse y cuáles se entierran en la cocina junto a las ollas quemadas. Las he visto cantar mientras amasan, llorar sin soltar la cuchara, o reír con los brazos llenos de harina como si el amor fuera oficio y resistencia. Los jóvenes, con su ansia de horizonte, se van hacia ciudades lejanas, pero siempre regresan en forma de carta, de voz, de visita. Y cuando cruzan de nuevo el umbral, descubren que la casa los había esperado, respirando por ellos, latiendo como tambor de fondo.
En sus paredes se apilan siglos de mestizaje. Todavía resuena el eco de los rezos coloniales, y debajo el tambor africano mantiene su latido. Los retratos sepia conservan la dignidad de los abuelos; las risas de los nietos anuncian la persistencia de la vida. En la mesa se mezclan mundos, el arroz con coco, la chicha fermentada, el pescado que aún huele a red mojada. Sobre los manteles florecen los colores del continente, el rojo del achiote, el amarillo del plátano maduro, el verde intenso del aguacate recién abierto. Una hamaca extendida en el corredor resume, mejor que cualquier tratado, la filosofía de la espera.
El Caribe es eso, una casa desbordada por la armonía extraña entre la herida y la danza, entre el exilio y la fiesta, entre lo que duele y lo que salva. Aquí el duelo también canta, la tristeza baila con paso lento, y la alegría tiene hondura porque conoce la pérdida.
Aun vacías, esas casas conservan la voz del mar. Cuando la madrugada apenas despierta, el viento que entra por las rendijas arrastra nombres de antepasados, oraciones del rosario a la memoria de los queridos, fragmentos de despedidas. En cada inhalación, la casa guarda memoria; en cada exhalación, entrega futuro. El aire salado mantiene vivos los recuerdos, y en cada esquina un espíritu vela lo que no debe perderse.
Quien se detiene en el umbral comprende que ser Caribe es una forma de sentir. Se revela en los gestos mínimos, en un vaso de agua ofrecido al visitante, en una canción entonada sin ensayo, en una silla prestada bajo la sombra del almendro. El Caribe se reconoce en la generosidad del instante, en la sencillez que se multiplica cuando se comparte. Es encuentro más que frontera, es tambor más que discursos, una manera de existir donde la hospitalidad es la forma natural de la memoria.
La verdadera unión de nuestros pueblos nace en lo cotidiano. Ya existe en esas casas donde el día conversa con la fe y la tierra dialoga con el viento. Allí habita una integración silenciosa que antecede a los tratados, escrita en los patios iluminados por cocuyos, en las cocinas donde se cruzan acentos, en los platos que se repiten como herencia y en los rezos que cambian de idioma pero no de esperanza.
Cada casa que respira con el mar nos recuerda que pertenecemos a algo más amplio que la orilla y el mapa. Allí la sal aprende a rezar, el viento aprende a contar historias y el tiempo se aquieta en los patios donde todavía se tiende la vida. En esas casas late una verdad sencilla, la identidad del Caribe no se hereda solo por sangre, se hereda por afecto, por ritmo y por memoria.
Mientras una puerta siga abierta al viento, una olla hierva y un alma ofrezca agua al visitante, el Caribe seguirá respirando en nosotros.
Y cuando alguien toque un tambor al atardecer, volveremos todos a esa casa donde la brisa todavía canta.
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