El negrito de la familia negra y otras tecnologías de deshumanización. Por: Rayza De La Hoz Pérez (Colombia)

El negrito de la familia negra y otras tecnologías de deshumanización.



Por: Rayza De La Hoz Pérez


Siempre supe que debía estar preparada para el racismo. No lo presentía como un rumor, lo sabía. Mi temor más grande no era que apareciera (porque siempre aparece), sino cómo lo iba a confrontar. Cómo les iba a decir a las mamás de mis sobrinos: “Somos negros”, “tu hijo es negro”. Cómo acompañarlas en ese descubrimiento sin que se deshicieran en culpa o en vergüenza.

Ser tía, para mí, no es un gesto tierno ni un título familiar. Es un escudo. Es guardianía. Es la extensión de un linaje que sabe que la vida de sus hijos y sobrinos está en disputa desde la cuna.

Mi mamá llevaba meses soñando con tener un nieto. Era una urgencia silenciosa, un mandato disfrazado de ternura. Como hija mayor, sentía la presión, pero mi instinto maternal estaba evaporado: acababa de salir de una relación de mierda y no quería un hijo, solo quería respirar.

Gracias a mis hermanos, terminé convirtiéndome en algo muy distinto: la tía afro- centrada. La única tía paterna. Y en ese giro del destino encontré un papel inesperado: enamorarme de mis sobrinos como si hubieran salido de mi propio vientre, pero también ser la primera línea de defensa frente a un racismo que nadie nos enseñó a detectar en casa.

Una tarde cualquiera estábamos en la sala de la casa de mi abuela Rigoberta Blanco de Pérez, en Maria La Baja, Bol. Aproximadamente Ocho nietos alrededor, chisme, risas y, de repente, ella hace un comentario:

-   ¡Así es que se pare!. Ya no quiero más nietos prietos, ahora que me traigan nietos lavaítos.

Mi abuela, a quién todxs llamábamos mami, sonreía orgullosa cargando a su bisnieto Luis Rodrigo, el hijo de mi prima Biúlida Pérez Ospino, hija de mi tío niño y Margot, la mujer más noble que he conocido. Yo respondí con humor:

-   Ay hombe mami, conmigo no cuente, a mí me gustan los hombres prietos como la noche.

Laura, mi prima la hija de mi tía Cila y su difunto padre Guillermo Calderón, remató:

-   Mami, a mí también. Además, usted qué habla, ¡si mi Apá era negro como la noche!

Mami se defendió:

-   Es que en ese tiempo no había luz. Todxs nos reímos.

Todos reímos, pero debajo de esas risas estaba la incomodidad. En esa escena estaba toda la pedagogía colonial que nos quiere aclarar la piel, el pelo, el destino. En esa escena estaban los siglos de endorracismo camuflado en cariño.

Y entendí que ser antirracista no significa que nuestra familia también lo sea. Ni que quiera serlo. No siempre hay mala intención; a veces solo hay desconocimiento, cansancio o miedo. El racismo estructural nos ha domesticado tanto que parece más fácil callar que nombrarlo.
No es su culpa, pero sí es una realidad: el sistema racista ha moldeado la forma en que criamos, celebramos, nos relacionamos y soñamos.

Y ese ideal no solo se refleja en la piel o el pelo. Está en las escuelas que no enseñan nuestra historia, en los territorios empobrecidos, en los trabajos que no llegan, en los espacios donde aún se duda de nuestra capacidad para liderar. El racismo no es un malestar estético: es una estructura que nos doméstica, nos organiza la vida y reparte la dignidad de manera desigual.

Nació el primer De La Hoz de la 3era generación.

Hasta que nació Francisco Manuel, el hijo mayor de Bebo y Gloria Charris, mi comadre, cuando ese pelaito nació, sentí que podía evitar cualquier problema. Solo quería verlo, cuidarlo, ser feliz viéndolo crecer. Él fue de cerca lo que más he estado comprometida con el amor. Todos en la casa estábamos en sintonía, era una armonía familiar inédita, en serio, NUNCA ANTES VISTA. 

Pero no me imaginé que tendría que preparar respuestas para los comentarios racistas. Nadie dice eso. Nadie prepara a la tía afro para convertirse en mediadora, pedagoga y escudo dentro de su propia familia.

-   ¿Nació negrito?

-   El ginecólogo dijo que parió un morenazo, que va a dar la vuelta como el golero, negro y pingón, dijo Bebo.

-   ¿Cómo le irá a quedar el pelo? ¿Será que tendrá pelo bueno?
No hay pelo malo ni pelo bueno, solo hay pelo dije yo.

-   ¿De qué color irá a quedar?
Va a quedar de su color. No puedes pretender que tenga un padre negro, y que nazca un nene de ojos azules, pelo lacio.

La retención de que los bebés de la gente negra sean lo menos negros posible es real. Que sean lo más cercano a lo blanco. Empieza en los deseos, en las comparaciones, en esas frases que suenan cariñosas: “ojalá no salga tan negro”, “que no herede ese pelo”, “Ay, pero es igualito a la gente de su papá”. Son palabras que esconden miedo a la negritud. Una lucha silenciosa por distanciarse de lo que somos, una carrera absurda por parecer más blancos, menos negros. Y lo más cruel es que ese mandato ya no necesita imponerse: está en la publicidad, en las maternidades, en los filtros, en los comentarios familiares y en los regalos “porque combinan con el color del niño”.

Así, la violencia estética se vuelve herencia, una deuda simbólica que cada generación intenta pagar con la piel. Y tal vez por eso escribo: para cuidar, para dejar memoria, para que mis sobrinos crezcan sabiendo que su piel no es error ni deuda, sino historia y dignidad.

Las mamás de mis sobrinos nunca se habían sentido tocadas por el racismo. Algunas con piel clara, otras creyendo que “el racismo es algo que pasa en otro lado, a los más oscuros, a los mitios, hoscos y prietos”. Vivían en una burbuja donde la negritud era una estética lejana, no una experiencia cotidiana. Todo cambió cuando sus hijos empezaron a recibir comentarios sobre su piel, su pelo, su “parecido”.

 

Caso 1: La tía “simpática”

Una de las mamás lidia con una tía, que le dijo que su hijo “era igual a la familia del papá” y que, a pesar de que ella es negra, es “simpática”. La palabra “simpática” en ese contexto no es un cumplido inocente. Funciona como un mecanismo de blanqueamiento simbólico: una estrategia lingüística para “compensar” lo negro con un rasgo que lo vuelve aceptable. No se está diciendo “es agradable”, sino “no es tan negra como para ser rechazada”. Es una forma de decir “te salvo del estigma con una cualidad socialmente apreciada”, como si la negritud en sí misma no bastara para ser valorada.

Esa frase “es simpática” no solo revela prejuicio, sino la persistencia del canon colonial que clasifica los cuerpos negros entre los tolerables y los que no lo son. Es la herencia del “mejoramiento de la raza” en versión afectiva: la tía no lo dice desde el odio abierto, sino desde una “ternura racista”, una amabilidad paternalista que suaviza el rechazo.

Y cuando añade que el bebé “es igual a la familia del papá”, lo que realmente está haciendo no es describir un parecido, sino señalar una diferencia que jerarquiza. Usa el parentesco como excusa para desvalorizar los rasgos negros del niño, como si vinieran de un linaje “menos agraciado”, “más oscuro”, “más evidente”. Es otra maniobra de negación: desplazar la negritud hacia un otro cercano, pero siempre ajeno, para no asumirla como propia.

La paradoja está ahí: necesitamos justificarnos incluso dentro de nuestras propias familias. Decir que una mujer negra “es bonita” o “simpática” como si fuera una excepción refuerza la idea de que la norma es lo contrario: que lo negro no es bello, que lo negro necesita una disculpa, una explicación, una distancia.

Caso 2: El invitado en casa

Otro bebé convive con un invitado en su propia casa que le hace chistes racistas acerca de su negritud y, más particularmente, de su pelo: “Ese pelo no tiene remedio”. La mamá, intentando protegerlo, le aplica productos para cabello rizado; el niño tiene un pelo hermoso e hidratado. Pero este adulto, negro él mismo y sin reconocerse, insiste en repetir estereotipos coloniales sobre el “pelo malo”. Es el endorracismo en su máxima expresión: la negación de la propia negritud proyectada en un niño.

Hay una gente que no sabe que es negra. Gente que camina con nuestra piel, nuestros rasgos, nuestros ancestros, pero niega esa historia. Y en esa negación ejercen violencia. Les llaman chistes, pero son heridas. Les llaman apodos, pero son cadenas. Les llaman costumbre, pero son tecnologías de deshumanización.

El endorracismo no es menos violento que el racismo blanco. Es su prolongación íntima, la reproducción doméstica del sistema colonial. Por eso duele doble: porque llega disfrazado de familia. Se lidia desde la ternura y la firmeza. Desde la respuesta inmediata y el ejemplo constante. Con cada comentario, una contra-narrativa:
“No hay pelo malo, solo hay pelo.”
“No hay piel que deba aclarar.”
“No hay bebés que valgan más por parecerse al estándar blanco.”

El endorracismo y otras prácticas de colonización.

En muchas casas negras, el racismo no entra por la puerta: ya vive en la mecedora, en los consejos, en los silencios que todos aprendimos a no discutir. Está en las comparaciones entre primos, en las risas que disimulan vergüenza, en las palabras que suenan cariñosas, pero hieren. Por eso descolonizar la familia es una tarea diaria: revisar las frases heredadas, romper los pactos del silencio y volver a nombrar lo que somos con amor y sin miedo.

Y si el racismo puede aprenderse en casa, también puede desaprenderse desde ahí. No con silencios ni con diplomacia, sino con claridad.

No vine a “lidiar” con el racismo ni con sus versiones pasivo-agresivas; vine a confrontarlo. No estoy aquí para reafirmar sus tecnologías de deshumanización ni para endulzar los golpes con pedagogía suave. Vine a acabarles las estrategias coloniales que quieren instalar en la mente de mis sobrinos.

Por cada comentario racista, una respuesta directa. Por cada microagresión, un alto. Por cada mirada que quiera disminuir a mis sobrinos, una mirada de vuelta que dice: “Aquí no”.

No voy a aceptar chistes. No voy a “educar” con calma al adulto que se cree gracioso. Voy a nombrarlo racista. Voy a decirlo con todas las letras, aunque se incomode. Porque prefiero su incomodidad antes que la vergüenza y la herida de un niño negro.

En mi casa y en mi familia no habrá terreno fértil para que las tecnologías coloniales sigan operando. No voy a permitir que el “pelo malo” siga siendo chiste, que la “piel clarita” sea elogio, que el “parecido simpático” sea la coartada del racismo.

Mi postura no es negociable: si tocas la dignidad de mis sobrinos, tocas la dignidad de todo nuestro linaje.

El endorracismo no es solo un problema interno, es una herramienta del sistema colonial. Y se enfrenta igual: nombrándolo, sacándolo a la luz, desnudando su lógica. Las familias negras no tenemos por qué tolerar “ignorancia” ni “costumbres viejas” cuando esas costumbres son las mismas que colonizaron nuestros cuerpos por siglos.

Caso 3: Personas que me siguen en redes sociales, pero les parezco “difícil”.

Una vez una amiga de una de la mamá de uno de mis sobrinos le dijo, medio en chisme medio en curiosidad:

-   ¿Cómo haces para hablar con ella? Es que me parece difícil de abordar. Ella me contó.

Yo escuché y sonreí. No soy difícil de abordar. Soy clara. Soy directa. Soy protectora. Lo que pasa es que no voy a permitir (ni pasiva, ni agresivamente) que nadie discrimine a mis sobrinos. No voy a dejar pasar chistes, comentarios, insinuaciones ni “mamadera de gallo”. Mi carácter no es inaccesible: mi carácter es un muro contra el racismo. Y ese muro no está para alejar a la gente buena, sino para frenar la violencia.

Porque para hablar conmigo basta con una cosa: respeto.
Mis sobrinos no están solos, ni su pelo ni su piel ni su historia van a ser terreno de burla.

Yo no nací para complacer a racistas ni para suavizar mis palabras. Nací para nombrar, confrontar y cortar la cadena que quiere atar a las/ los nuestros.
Nací para que mis sobrinos caminen con la frente en alto.
Nací para decir que la negritud no se negocia.

Somos el final de su racismo y el principio de nuestra libertad.

Nombrar es romper. Confrontar es liberar. Cuando un niño escucha a su tía o a su madre responder con claridad —“eso es racismo”, “eso no se acepta aquí”—, ese niño aprende que su cuerpo y su identidad tienen un escudo. Que su negritud no es negociable.

Las fotos del mes (12).

Mi lugar desde que nacieron Francisco Manuel, Manuel José y Manuel Francisco, ha sido mirar, cuidar, nombrar lo que pasa alrededor de mis sobrinos. Y en estos años he visto cómo algo aparentemente inocente “las fotos mensuales de bebés” se ha convertido en un terreno de racismo digital y competencia de estatus.

La tendencia de fotografiar a los bebés cada mes, con decorados, vestuarios y fotógrafos de renombre, parece tierna y creativa. Pero debajo late un mandato colonial y clasista: que en cada foto el bebé aparezca menos negro, más “presentable”, más “instagrammeable”. No es solo una moda: es un sistema que mezcla racismo y jerarquías sociales.

Una vez vi que alguien subió una foto de mi sobrino mayor: tan blanco, cachetes rosados, labios casi delineados, que me asusté. Le escribí de inmediato a su mamá:
—Ve, mostrame al bebé, porque en esa foto no se parece.

En otra oportunidad le dije con toda la paciencia a otra mamá:
—Lo siento, pero ese fotógrafo te está robando la plata. Imagina que tu hijo, cuando crezca, vea estas fotos. No se parece en nada a sí mismo. Lo están blanqueando, borrando su rostro, su negritud.

Sé que no es fácil decir esto. Sé que no son mis hijos. Pero el silencio valida la violencia y la violencia también está en los filtros. Los fotógrafos aplican retoques para borrar “imperfecciones” que son, en realidad, las marcas del linaje: la piel del abuelo, la nariz de la abuela, el pelo de la tía. Y los padres “muchas veces atrapados en esta estética” aceptan, pagan y compiten por quién consigue la foto más “sofisticada”.

Lo que podría ser un acto íntimo de memoria termina convertido en una batalla simbólica entre madres, padres y familiares. Es una carrera por parecer más sofisticados, más “blancos” en el sentido de las aspiraciones sociales, más alejados de la realidad cotidiana.
Al final, los bebés quedan atrapados en un juego que no entienden, pero que los ubica desde muy temprano en un sistema de
 jerarquías raciales y de clase.

Esos escenarios llenos de globos, luces y vestuarios no son neutros. Son fachadas. Fachadas que dicen “yo puedo pagar esto”, “mi hijo está en este estándar”, “yo no pertenezco a allá”.
Y cuando los fotógrafos retocan las fotos para borrar piel, pelo o rasgos, terminan reforzando la idea de que la belleza es un lujo, algo a lo que solo se accede mediante dinero, blanqueamiento y performance social.

Yo miro todo esto y me pregunto: ¿en qué momento la memoria se convirtió en mercancía? ¿En qué momento las fotos dejaron de ser un testimonio para volverse un certificado de clase?
No estoy en contra de tomar fotos ni de celebrar la infancia. Estoy en contra de que los recuerdos de esos niños se construyan desde la vergüenza de su propia imagendesde la idea de que “ser menos negros” es un logro, y desde la presión de pertenecer a un estatus.

Nuestros bebés no necesitan filtros para ser bellos. Su piel, su pelo, su nariz, su boca son belleza, linaje y resistencia. Las fotos deberían honrar, no blanquear. La memoria sin negritud es mentira. Y educar, aunque duela, es detener este borrado.

Un bautizo.

La imagen de un bebé vestido de blanco con gorrito, tirantes y encajes parece inocente. Pero cuando la miramos desde la historia entendemos otra cosa: es un uniforme heredado del colonialismo, de las jerarquías eclesiásticas y de los cánones europeos que asociaron la blancura con pureza y superioridad.

Los trajes de bautizo (insertar foto no son neutros. Nacen de un marco cultural donde la Iglesia Católica, en tiempos coloniales, fue un actor central en la esclavización y evangelización de pueblos africanos e indígenas. En ese contexto, el blanco se convirtió en “pureza” y “civilización”, mientras lo negro era leído como pecado, barbarie o atraso. Vestir de blanco al bebé era literalmente vestirlo para la aceptación social dentro de ese mundo racializado.

Hoy, más de dos siglos después, seguimos replicando sin cuestionar. Esos gorritos, tirantes y pantaloncitos tipo “hijos de los colonizadores” representan una moda colonizadora. Son prendas que reproducen un canon estético que no pertenece a nuestras raíces afro ni indígenas, sino a las casas aristocráticas europeas. Cada detalle (encaje, capuchina, botonadura delicada), es un eco de ese pasado.

La carga racista no está solo en el color, sino en el mensaje: “pureza” se traduce como “blancura”; “tradición” se traduce como “europeo”; “elegancia” se traduce como “alejamiento de lo propio”. Así, las fotos de bautizo terminan siendo, sin quererlo, una performance de estatus donde los bebés afro quedan atrapados en un disfraz que les borra sus rasgos, su color y su herencia.

No se trata de prohibir ni de demonizar las celebraciones religiosas. Se trata de mirar de frente las raíces de las prácticas y entender que vestir a nuestros niños con trajes coloniales es reproducir simbólicamente una historia de subordinación. Podemos celebrar la vida, la fe y la familia con prendas que honren nuestras raíces, que no escondan nuestra piel, que no nos nieguen en el momento de mayor inocencia.

Porque la espiritualidad no necesita disfraces para ser legítima. Y porque cada bebé tiene derecho a que su memoria en fotos y/o rituales, se construya desde su verdad, no desde una estética heredada de la opresión.

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