12 de octubre en el Caribe. Celebrar menos y reflexionar más. Por: Fredy González Zubiría (Colombia)
12 DE OCTUBRE EN EL CARIBE
Celebrar menos y reflexionar más
Por: Fredy González Zubiría
El 12 de octubre de 1492 fue el primer destello del esplendor para la Corona de España, el nacimiento del Imperio Español. Por eso, en esa fecha se celebra la fiesta nacional: tienen todos los argumentos para que sea así, una efeméride de la conquista y colonización del continente que ellos mismos denominaron América. En este lado del océano, no hay mucho para celebrar. Todo inició por el Caribe.
La monarquía española, con superior tecnología militar, derrotó a la mayoría de tribus que se resistieron y se arrogó el derecho de trasladar a Europa todo el oro encontrado a su paso. Fue el sometimiento al vasallaje de millones de personas, la expropiación descomunal de hectáreas de tierras, el exterminio de etnias y la eliminación de decenas de culturas y lenguas. Simultáneamente, por la fuerza y encadenados, trajeron a miles de hombres, mujeres y niños de África para trabajar sin salario.
Otro factor relevante en el exterminio de los nativos fueron las enfermedades contagiosas llegadas de Europa, que se convirtieron en armas biológicas. Los autores Johansen y Maestas afirman que la viruela mató a más indígenas en Norte y Suramérica que las armas de los ingleses y españoles. Se calcula que un tercio del total de los indios mexicanos fallecieron por viruela. El periódico El Tiempo menciona que, en el siglo XVI, la viruela mató al 90 % de los indígenas de los alrededores de Tunja.
Los otros imperios: británico, holandés y francés, también deseaban su parte. Sus coronas vieron con buenos ojos la piratería y los saqueos contra barcos y poblados de la colonia española: Drake, Morgan, Every, Somers, Le Clerc y De Sores. Al final, invadieron varias islas del Caribe y crearon sus propias colonias. En el siglo XVII, el Caribe insular dejó de ser 100 % hispano: también se hablaba holandés, inglés y francés.
En el territorio continental, los planes de “la otra España” no salieron del todo bien: los españoles tomaron como esposas a indígenas y negras; a la vez, negros prófugos formaron hogares con nativas en caseríos apartados, mientras que, en las haciendas, patronos blancos, solteros y casados, se enamoraron de jóvenes afrodescendientes. En el Caribe colombiano, para el siglo XVIII, los blancos eran una pequeña minoría; el grueso de la población lo constituían mestizos, mulatos y zambos.
Los hijos, nietos y bisnietos de españoles nacidos en América, aunque conservaran lo que ellos llamaban “pureza de sangre”, no poseían los mismos derechos que los oriundos de Europa. Eran considerados súbditos de baja confianza y no podían ejercer altos cargos de gobierno. Primero se tradujo en inconformidad; luego, acaudillaron las protestas populares por el exceso de impuestos y condujeron a la organización de un ejército libertador que recorrería Venezuela, Colombia, Panamá, Ecuador, Perú y Bolivia.
El proceso de independencia fue comandado por las élites criollas: intelectuales, terratenientes y militares. Sus descendientes se hicieron con el poder económico, político, religioso y académico; forjaron las nuevas naciones a su imagen y semejanza. Sus hijos fueron abogados, ingenieros, médicos, escritores, curas, obispos, propietarios de la prensa, comerciantes y ganaderos. Su visión de nación era la continuidad de la división social heredada de la colonia, pero gobernada por ellos. Una parte de esas élites aún estaba a gusto poseyendo esclavizados en sus haciendas y hogares. En Colombia, Venezuela y Martinica, la abolición de la esclavitud se aplazó tres décadas después de la independencia; en Cuba y en las Antillas holandesas se logró hasta la segunda mitad del siglo XIX.
Tras la abolición, los esclavos libertos y los siervos se convirtieron en campesinos, cazadores, vaqueros, pescadores, artesanos, estibadores, cocineras, lavanderas, planchadoras y pequeños comerciantes. Su identidad cultural luchó por sobrevivir: desde la economía propia hasta la música, el léxico, la culinaria y el sincretismo religioso.
Alejada de las oficinas del gobierno y de los grandes salones, en la marginalidad brotó lo nuestro. En el monte, los potreros, en los sembrados y plantíos, en las casitas de barro y bohíos, fue germinando una identidad cultural, cuyas manifestaciones fueron discriminadas en sus inicios: rancheras, corridos, sones, guaguancós, rumbas, cumbias, porros, sambas y calipsos.
El español hablado en el Caribe no sería una réplica exacta del ibérico: en nuestros pueblos se mezcló con términos de lenguas africanas como mandinga, kikongo, carabalí y yoruba. A su vez convivió con lenguas nativas como náhuatl, maya, wayuunaiki, kogui, macushi y garífuna. En el Caribe insular, además del inglés, francés y holandés, surgirían el papiamento, el creole, el criollo martiniqueño, el patwa y el criollo haitiano. En el siglo XIX llegaron decenas de miles de nuevos inmigrantes, holandeses, españoles, italianos, franceses, alemanes, ingleses, árabes, judíos y gitanos, que se fusionaron con la mezcla existente de tres siglos.
Una vez libres de España, se inició la lucha por los derechos prometidos por los padres de la patria en los albores de la república, cuando se proclamó que todos éramos iguales en las nuevas naciones: derecho a gobernar, tierra para trabajar, educación y salud para todos, vivienda, libre comercio, derechos de las mujeres, derecho al voto, libertad de pensamiento y de religión. Ríos de sangre correrían por el Caribe: guerras civiles, guerra entre naciones, intervenciones extranjeras, golpes de Estado, revoluciones, guerrillas y paramilitarismo. Pasaron doscientos años y sepultamos a millones de muertos.
En el Caribe, como en todos los rincones del planeta, somos hijos de amores sinceros, de amores prohibidos, de uniones forzadas, de idilios furtivos, de matrimonios negociados, de infidelidades, de mujeres abandonadas y de violaciones. Como los demás pueblos del mundo, somos producto de la fortuna y la desgracia, de la adversidad y de la resistencia, del dolor y la esperanza, de la alegría y la tenacidad.
Somos hijos de lo nativo, de lo europeo, de lo africano y del Medio Oriente. La “pureza de sangre”, que aún hoy causa de crueles guerras en lejanas tierras, fue la gran derrotada en el Caribe: nació una identidad cultural por encima de la genética. La mezcla ha sido el triunfo de Latinoamérica; no es nuestra derrota, como lo quieren vender algunos. De nada vale el avance científico si aún no se asimila algo tan baladí como la diferencia de pigmento en la piel o tan íntimo como las diversas creencias religiosas.
Para ciertas familias, el asunto racial continuó siendo vital; les atormentaba el hecho de que sus hijos eventualmente se enamoraran de alguien de otra etnia. Algunas fueron más allá: intentaron “corregir” su propio pasado. A principios de los años ochenta, varias mujeres casadas pertenecientes a las élites colombianas, unas con consentimiento de sus esposos y otras a sus espaldas, viajaron a Estados Unidos para inseminarse con esperma de hombres de ascendencia anglosajona. Esos bebés ya deben estar cerca de los cincuenta años; y hasta ahora no hemos visto en Colombia ningún genio científico o financiero rubio y de ojos azules.
Debemos admitir lo que somos en el presente, valorar la identidad propia y dignificar nuestra diversidad étnica y cultural. Debemos superar tanto la admiración delirante como el odio hacia los conquistadores. Lo sucedido es irremediable. Hay que dejar ese capítulo en el pasado, sin olvidarlo. El 12 de octubre, indudablemente, es un día significativo en la historia, pero no es una fecha para celebrar en América. El Caribe se reinventa época tras época: el mar no descansa, esa es su gran ventaja.
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